domingo, 26 de febrero de 2012

TALADROOM-EMMANUEL CIARO

TaladRooM

    En  las calles de la noche, Olinka deambulaba entre gente sin rostro, extendía sus pasos hacia el final de un día sin fecha, sin referencia. Olinka no debía su ánimo a la desesperación o a la frustración; tenía 19 años y muchas cosas que hacer. Pagaba una escuela de teatro para aprender a mentir. A veces trabajaba como jardinera para los vecinos y ahí ocupaba mucho tiempo; los amigos que llegaba a tener no le importaban.
    Era una de esas noches que disolvían el día sin que hubiera revelado nada nuevo. Posaba en las banquetas el liviano peso de alguien que está por convertirse en fantasma. Se encontraba tan ausente del mundo que trabajar en el Taladroom nunca se le hubiera ocurrido. A esta altura del relato sus pasos no habían llegado hasta ahí.
    En el Taladroom ocurrían situaciones de matices sensuales y sórdidos. Desde afuera el letrero pintado en verde fluorescente bajo la luz roja conformaba una T mayúscula que contenía las demás letras –alad, en la tangente y room en la vertical. Al entrar, la atmósfera envolvía en un trance que no parecía detenerse. La música cambiaba de una cosa a otra. Una vez adentro podía sentirse cómo el ambiente se regeneraba a sí mismo, era una entidad que fluctuaba su forma en luz, en movimiento y sudor. Todo tipo de estridencias se producían en ese lugar. A través de meseras desvestidas de muchas maneras, el escenario parecía un abismo que gradualmente iluminaba constelaciones de humo de cigarro.
    Dos mujeres de perfil, sentadas de frente con las piernas abiertas y con la vista fija una en la otra. La música parecía ir en declive cuando ellas gritaron, a la vez que volteaban hacia el publico: “break beats!” Y la súbita presencia de un jazz electrónico parecía haberse introducido en el cuerpo de las féminas como una descarga eléctrica que las obligaba a quedar en el suelo en posiciones catárticas. Desde el escenario, el cenital que delimitaba su espacio no permitía ver lo que ocurría del otro lado, pero podría pensarse que las neuronas se encontraban afinadas para destilar toda la información en lujuria.
    Atrás del escenario las cosas no estaban más tranquilas. Todas las bailarinas estaban ahí. Sólo basta cerrar los ojos para imaginárselo. Las meseras se cambiaban el rol con las bailarinas que se disponían a lidiar con manos y miradas cuya intención era dictada por un trance. Cada una de las mujeres tenía algo especial que la distinguía, aunque no variara mucho del patrón existente en otros lugares, cosas como sus nombres, las inflexiones de lenguaje, incluso los estímulos a los que recurrían para responder al ritmo que requerían. Pero lo que las distinguía no era el reconocimiento que se tenían entre sí nada más. Su trayectoria les había proporcionado un temperamento personal que atraía a una cierta especie de clientela que correspondía con su estilo y siempre podían intentar fugarse con alguien. Por supuesto que esto casi no ocurría, la mayoría de los hombres y las mujeres que deseaban conocerlas sólo intentaban satisfacer sus ganas. Casi todos creían que en los rooms, todo era un producto en serie que no tenía más valor que el que pagaban por su consumo.
    Entre ellas se protegían y se consolaban, se odiaban y se amaban. Todas esperaban poder salir algún día de esa vida; a la vez, resignadas al fracaso. La llegada de una ocasión como ésta la recibían con incredulidad, porque no querían perder la ilusión ante la existencia transitoria. Experimentaban emociones simultáneas de incertidumbre.
    Cualquiera de ellas que hablara con uno de sus clientes por más de cinco minutos a escondidas, era candidata a una promoción desconocida que provocaba envidia y alivio a las demás.
    En una especie de camerino, que más bien era un guardarropa, había una de ellas; hablaba animadamente muy cerca del auricular. Los labios de bilé articulaban palabras con dicción experimentada y reían de vez en cuando. Al terminar, la mujer guardó su teléfono en una bolsa de mano y en una maleta guardó parte de su vestuario.

    Poco antes de las 12a.m., Olinka seguía en las húmedas calles, iluminadas con faroles. Su celular había estado sonando pero al ver que el número era el de sus papás, no contestó. Pensó en tomar el metro y que al llegar a su departamento les llamaría. Tuvo el impulso de tirar su telefonoo cuando lo escuchaba sonar, pero nada tenía la consistencia suficiente como para abstraerla de su condición perturbada. Desde lejos sólo se veía su contorno oscuro sin nada que se moviera de tras de ella. De frente tampoco parecía haber nada, la distancia limitada de un camino recorrido muchas veces. Incluso la mancha de luz rojiza pasaba desapercibida desde hacía tiempo sin que le interesara lo que hubiera adentro; Olinka parecía perdida en ese mundo de repeticiones que no tenían otro sentido que el de la reiteración.
    No había cosa que la distrajera, ni los reflejos de su figura en los charcos del suelo, ni la luz, ni la distancia. El motor de un automóvil la obligó a subirse a la banqueta a unos metros de la mancha rojiza, de ella vio salir a una mujer que cargaba una maleta, vestía un abrigo negro y tacones. Olinka se detuvo para mirarla. La mujer volteó en su dirección, pero lo que veía era el auto que en ese momento pasaba a su lado. Olinka no sabía de autos pero vio que en la cajuela decía Cadillac, era negro. La mujer del abrigo esperó a que se detuviera el auto, y al hacerlo, el conductor bajó y caminó hacia la mujer, le dio un beso y se abrazaron. El hombre la acercó a la puerta del auto y le dijo algo muy cerca del oído. Olinka los observaba, escuchó que la mujer del abrigo gritó ¡Te amo!, explotó su maleta en la pared y se subió al automóvil. El Cadillac arrancó silencioso y desapareció al dar la vuelta en una esquina.
    Olinka presenció todo desde lejos y al ver que lo único que quedó de la escena era la maleta reventada con las cosas dispersas en el suelo, caminó apresurada hacia ella. Al llegar a su lado se acuclilló y quedó frente a un montón de accesorios, maquillaje y vestuario con una historia desconocida y que la sedujo de inmediato. Después de verlo todo, lo recogió, lo guardó y con la maleta en sus manos siguió su camino. Pero al llegar a la esquina algo se activó en ella y volteó hacia atrás con la vista fija en la fachada del Taladroom.

    Olinka tiene trabajando casi dos años en algo que disfruta y que cambió su vida, representando a uno de esos personajes que tuvieron que vivir de noche para extrañar al sol y pensar que tal vez algún día.

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