sábado, 6 de marzo de 2021

Antonia (fragmento)

 

Antonia

Me acerco a sus vellos

y supuro las heridas con mi lengua

Evoco el canto de la implosión

que se fuga por los agujeros

de los órganos

“Matemos al Tiempo, no faltes...”

 

En el sótano de la mansión se celebra un concierto de música construida con placas oxidadas. Ella entreteje los errores de la perfección con un chelo acorazado; la fricción entre las cuerdas para demoler el monumento de frágil tensión. Cierra los párpados.

       Otros instrumentos se integran a la complicada armonía de contrastes. Un viejo piano de cola canta su arrullo suave para abrirle paso al trombón, mientras la viola se revuelca excitada en su cadencia.

       Preludio al Genocidio es la última etapa de un proceso suspendido en interludios. Las texturas envuelven los cuerpos entumecidos por una marea de incertidumbre.  Al público llegan las imágenes sonoras de una historia inquietante que les suspende la respiración.

       El trombón contrapuntea con el piano para romper su arrullo, se insinúa con inocencia hasta llegar al chelo acorazado. Arrullo arruinado. Y el chelo impone una cámara profunda donde la viola danza grácilmente, acometiendo estridentes emisiones de placer. Ahora el piano se vuelve una oscura fuerza que los incorpora lentamente como la determinación de quien intenta mantener un portal cerrado cuando la muchedumbre está por desgajarlo. Unos tambores retumban acumulando la presión; el equilibrio está por suspenderse. El trombón se convulsiona; la viola y el chelo intentan un clímax en contrapunto y el piano los corrompe con el canto unánime de los árboles transformados en lo más gentil de su nobleza. Los tambores liberan la potencia del silencio perfilando a los instrumentos en caída libre.

       Los que escuchan en éxtasis colectivo se abandonan al fluido de su sangre adrenalínica poseídos por una descarga que electrifica sus genitales. Antonia –que por una contracción jala su labio inferior hacia un lado de la cara–, azota las cuerdas con el arco escurrido de saliva.

       ¿Quién es Antonia? Ella es la autora del concierto ejecutado; un acto que sentencia la falsa impavidez de su presencia.

       Los instrumentos sueltan notas a intervalos continuos en el intento de prolongar su existencia y las lágrimas de Antonia se pierden en destellos de luz. Revienta unos tensores de su arco y las notas sincopadas de los demás instrumentos se acumulan hasta conseguir una demolición rotunda. Las luces se apagan.

       Al prenderse otra vez para despedir a los músicos, la audiencia consigue derribar el portón que los sonidos contenían y se fusiona en un híbrido de miembros sin control. Sus rugidos saturan la acústica del lugar hasta alcanzar una distorsión grave y pausada. Sin hacer reverencias, Antonia se apoya en el chelo, con el deseo de eliminar al monstruo que tiene enfrente. Pero sólo se cubre la cara con las manos y suelta su instrumento (opacada la queja por el escándalo de gritos y aplausos)

 

Los músicos se han ido, la imagen de la bestia queda exhausta y dispersa. Antonia está sola en el escenario. Sentada en la silla, como única huésped de la quietud, piensa en la utilidad de aquel escenario... Los sótanos son el cementerio de recuerdos, de cosas viejas e inservibles refacciones...

       Calladas metáforas que abundan en su mente. Con las manos por encima de los hombros, agarrada del respaldo, la consciencia extraviada humecta su pensamiento. Flagelemos las paredes en la casa de los desconocidos, ahí está mi refugio. Sin consciencia de haberlo hecho, levanta el violonchelo del suelo para deshilvanar la madeja que conforma su memoria. De manera sutil se infiltra al caos articulado en sonidos. Pero alguien que no se había ido, se deja descubrir bajo un reflector encendido al frente del escenario. Antonia deja de tocar, acomoda su instrumento en el atril y sin decir palabra, se va.

 

Abandonado, completamente solo e inmerso en el silencio, el chelo espera.

La fiesta después de un concierto siempre es un placer; aunque para Antonia representa el anfiteatro. Un camino de besos y abrazos, imágenes barridas; ausente de palabras, el juego lascivo del entorno. Desplazan la música a segundo término y crean un circulo incoherente en el que muchos no creen poder entrar, aun cuando ha sido creado por ellos mismos. Antonia se da cuenta de que un personaje superfluo enriquece la realidad de los que la adulan y sin embargo no importa que estén ahí parados, no traspasarían la línea.

 

Ha decidido terminar con todo, pero tiene miedo de suspenderse a sí misma. Nadie sabe de la impotencia que siente al seguir viva. Antonia escucha un murmullo oculto que reserva su intención secreta para un momento más propicio, con el fin de quebrar el cristal que la contiene. Apenas alcanza a comprender las palabras desordenadas por la telepatía: ¡Piérdete, Antonia, abandona las miradas inciertas de los personajes! ¡Aprópiate del vino de los súbditos!

El cantinero le pregunta:

        ¿Una botella de Whisky? ¿Cuál es su nombre?– Ella lo mira largamente.

        Antonia– le enseña su gafete. Su mirada podría significar muchas cosas, pero el cantinero no lo entendería; no parece darse cuenta; él le extiende la botella.

Antonia quiso comprobar que la fiesta haya sido ofrecida en honor al “Grietsa Exemble”. La invitación traía una tarjeta que decía: Esta fiesta está dedicada al Ensamble. Permíteme el placer de tu presencia, matemos al tiempo. No faltes.

       A Antonia no le interesa saber quién la invitó. Pasea bebiéndose a tragos la botella en busca del cadalso. Profundos pasillos que terminan en rincones sin sentido le dan forma a un verdadero laberinto. Las paredes albergan cuadros viejos; pinturas de paisajes que registran la degradación del tiempo en colores oscuros con reflejos de luz. Parecerían transmitir ubicuidad: “El Síndrome... de Stendhal...” Hay retratos de antiguos señores y animales que expresan en sus rasgos la complicidad de guardar un secreto. En composición con estos cuadros que datan de siglos, los grandes muebles tallados y los árboles y arbustos alineados y podados en los jardines, los aparatos domésticos son el reflejo de una sofisticada tecnología que automatiza las funciones de la mansión. Antonia se pasea dentro de ella completamente ebria. Cuando la botella lleva la mitad, la deja en algún buró.

       Al ir por el laberinto se detiene en uno de los rincones que no continúan. En medio de las paredes blancas hay una puerta de madera bruscamente tallada con una chapa de acero. Prueba si está cerrada y la manija cede. Al entrar, ilumina tenuemente la habitación con un regulador de luz; cierra. En la habitación hay otra puerta, Antonia mantiene su mirada en esa dirección; pero tal vez no ha dado cuenta de ella. Con expresión idiotizada mira alrededor y vuelve en sí recordando lo que vino a hacer; sólo quiere culminarlo todo en la determinación de su embriaguez. El deseo inconsciente de ser salvada es fuerte; pero la impotencia es mucho más pesada. ¿Para qué retardar algo irremediable?

Aislada en un rincón se aprieta los brazos; arrastra y desprende de las paredes los miembros que vagan sueltos en giros de desconcierto. Por alguna razón ha logrado reprimir el grito que lastima su garganta y lo deja salir en llanto.

       La respiración agitada, el sudor, las manos temblorosas, sus lágrimas y desesperación. De la bolsa del vestido saca una navaja de rasurar con doble filo, la parte con los dedos y corta sus yemas; entonces una visión se produce en su memoria: cuerpos colgando de un puente, rostros de cierta familiaridad desvanecida, ovejas que bajan de una colina al atardecer con su lana pintada de rojizos, después, la silueta de un hombre que la llama desde lejos.

       Nada de eso la impresiona; el delirio se abre paso, relaja su tensión, se siente casi aliviada. Deja las navajas en una mesa para sacar un sobre de coca guardado en su vestido. Vacía el contenido en el espejo redondo que refleja el destello de su ojo cristalino. Con una de las navajas prepara dos gruesas líneas de amarga arena.

       Al aspirar la primera, siente que calcina su laringe; entonces su percepción atraviesa por una metamorfosis de proyección exuberante. La mirada sin trayectoria fija le revela que el cuarto asumió ser el único testigo, pero apaga la luz. Cuando aspira la otra línea agarra las navajas con cada mano, esperando el momento del flash. Se sienta en un sillón frente a una ventana por donde entra la luz nocturna. Acomoda sus manos poniendo cada navaja en la muñeca contraria. Una arriba y la otra abajo. En segundos, recibe el destello que mueve sus manos cortando una y otra y otra vez y desgarra junto con las muñecas las mangas del vestido. El proceso comenzó.

 

Antonia mira las heridas incrédula. El terror se apodera de ella con delicia. Se sienta, se levanta y se vuelve a sentar, mira sus muñecas, espantada de vivir su muerte. Se levanta con un ligero y largo gemido; camina como si tuviera prisa; siente escurrir la sangre. Un calambre de cuerpo entero. Su instinto confundido le impulsa a interrumpir el fluido, pero su consciencia se retracta y levanta los brazos para ver como salen los chisguetes palpitantes en la agitación del músculo cardiaco. Por un lado quisiera aferrarse a la vida, pero por otro prefiere que todo termine de una vez.

       Mareada y con frío, logra sentarse en el sillón para liberar un grito que la redime profundamente ¡Hagamos sangrar éstas paredes, hagámoslas sangrar porque están mudas y soportan el desahucio!

       Cae en el sillón con la vista nublada y ve que se abre la puerta, colándose con ello el rumor indiferente de la diversión inteligible. El ánimo de Antonia se inunda de alivio y frustración; entre imágenes disueltas alcanza a distinguir la figura insustancial de su anfitrión.

 

Falsa pesadumbre de un sentimiento dispuesto a profanar lo más recóndito de la saturada imagen que me presentas. No significas nada.

La habitación en penumbras guarda un cuerpo que arrastra su vida en un acceso de delirio aumentado por las horas. Su cuerpo tirado en un sillón. Huidizas carcajadas deambulan en el interior, se cuelan entre rendijas. Adelantaste mi propósito de manera clandestina y pretendes cumplir con esto la euforia en tus plegarias. Adelantaste tu suicidio

 

Paso mi mano sobre los ojos para ver si reacciona, pero nada. La negrura me impide ver si se está burlando de mí. No me interesa saber qué pasó, estás muerta o casi muerta. De cualquier forma iba a suceder; pero antes de saber qué hiciste, compartirás conmigo el simulacro de tu escape. Afuera todos beben su realidad en copas de cristal, y tú demuestras que nadie puede enfrentarla con frialdad. De todos modos no importa, que bien que hayas venido. Voy a regalarte la eternidad...

       La cargo con cuidado para pasar al cuarto adjunto que espera silencioso. Sin prender la luz, cierro tras de mí la puerta y me percato de la firmeza del cuerpo relajado entre mis brazos. El canto de la locura es un gemido inaudible que marca el compás de nuestra danza y la melancolía de su llanto hace surgir en mí una oscura, insondable sensualidad: el instinto primitivo de la malicia. Suspendidos del suelo, con mis brazos rodeando su cintura, recorremos la extensión del cuarto. Giramos iluminados por una luna intermitente. Su cabeza recargada en mi pecho afirma la ironía de nuestro baile Su cuerpo casi muerto y el mío casi vivo; sátira del tiempo que abofeteando la coherencia se inclina ante mi Dama como símbolo de respeto a un cuerpo con su esencia ya perdida.

       Seguimos bailando hasta que al intentar tomar su mano izquierda descubro la estupidez de sus acciones. Como si pudiera explicarme, busco sus ojos ante la luz de la luna que ahora entra plena por la ventana. Pareciera que me ve, pero su mirada se posa en un punto ubicado más allá de mi rostro. La furia me domina y la arrojo a la cama. Cierro la puerta con seguro y abro las ventanas para recibir el frescor del viento. ¿Cómo es que no vi sus venas destrozadas, que la penumbra me cegara al grado de no notar las manchas carmesí? ¿Cómo pudo despreciar su líquido exquisito? Tengo que rescatarte antes de que estés más lejos.

       Al cuerpo en la cama le cuelga un brazo y escurre sangre al suelo. Mi lengua limpia el charco desbordado, pero un débil chisguete me salpica la cara suplicando que no me distraiga. Entonces, tomo la muñeca y succiono los restos mientras aprieto la otra; ya no hay fluido. Aunque haya perdido varios litros, el sabor inunda mi boca interminablemente. El cuerpo sufre los últimos espasmos del corazón por intentar seguir bombeando. Eres parte de la muerte verdadera, el descanso será tu resurrección; no serás más la esclava sin privilegios en tu mundo de torturas.

 

Matamos al tiempo...

Desde la ventana miro el acantilado. El mar perdió su cadencia y se entrega a una extraña furia. Su transparencia matinal se ha convertido en azul sólido que lo protege de las criaturas intrusas. El cuerpo de la que he declarado mi única compañera permanece inmóvil en su protesta inapelable. La llevo hacia la ventana para presenciar juntos la agitación del mar. El viento juega con su vestido esparcido en el suelo. Mi percepción se altera por la sangre intoxicada y descubro mi mente desnuda ante el ser sin pretensiones, libre de prejuicios.

       Afuera el ambiente se revuelve impetuoso, poseído por el odio inocente de su resolución de querer salvarla. Tirados en el suelo nos unimos a la inmensidad que comparten cielo y mar, a las olas suicidas que se estrellan contra las rocas más altas. Aumentan su fuerza ingenuamente. Entonces, en un intento por relajar al mar, grito ¿Por qué no te olvidas de la clemencia hipócrita y hacemos verdadera nuestra unión? La consecuencia de tu derroche no tiene efecto.

       Lentamente desvisto la suave superficie del cuerpo sin sustancia hasta dejarlo desnudo; su textura ausente de un color vivo es aún delicada y fina, irresistible. Acaricio firmemente el cuello, los hombros y senos, rozo mis labios en su nariz. La cabeza yace en mi regazo y mis dedos peinan sus cabellos largo rato. Pronto recibirás las primeras gotas del licor que beberás el resto de tu vida. Estoy ansioso de que formes parte de mí. Con un cuchillo hago un corte en mi pecho y recargo su boca en la herida. Así se origina un vínculo fundido en piedra. Zianya.

       Con la luna ya lejana, el mar resignado desvanece su desprecio, mi sangre fluye por los labios y encuentra su cauce en las glándulas de la lengua. La tengo abrazada, impaciente de sentir que me abraza ella también. Cuando despiertes tendrás a los invitados como bienvenida. No puedo evitar una sonrisa...

 

La madrugada se difunde maliciosa entre los durmientes. Pero, ¿por qué huir cuando las horas regresan? ¿Por qué no salir a mirar el reflejo lunático en los charcos y ventanas?

       A esta altura de la noche, muchos seres vivos duermen en sus lechos confortables; se ocultan del misterio. Aun así, la noche los induce al movimiento de los sueños que la hospedan encarnando pesadillas. Los que duermen, confían su materia viajera al MOR, el punto más alto de intensidad en la interconexión de los planos, cuando las leyes acomodan el curso de la perfectibilidad transitoria.

       Fuera del pasmo, y a veces dentro de él, abren sus ojos para descubrir que sus lágrimas fueron mentira; descubrimiento igualmente falso que acude para calmarlos con un engaño.

       Sus adeptos imaginan historias de escritores que relatan vidas de asesinos y de asesinos que matan escritores. Algunos encuentran en ella la forma exacta en sus rincones. Otras veces forma parte del entretenimiento mundano, que a veces resulta excepcional.

       No es raro que haya quien prefiera apagar la luz y cerrar los párpados; las pesadillas los sorprenden y al despertar exaltados, se encuentran inmersos en la espesa negrura, atrapados en la incomprensión. Estas son las víctimas predilectas.

       La madrugada suele despertar a las bestias. Incrementa su ansiedad y los integra a la atmósfera seductora de los abismos en las sombras. Desenvuelve sus instintos y alumbra los sucesos más atroces.

...el satélite es un testigo incondicional...

 

       Si... la noche alberga buenas cosas. Los ritos y las fiestas se llenan de disfraces que terminan dispersos en el suelo. Entre los invitados se mezclan personajes anónimos que escriben sentencias y pronuncian conjuros. Sus palabras se transportan en murmullos y desequilibran a los asistentes por la sordera repentina. El ataque es inesperado.